Crónica: “En llamas”
- Fernanda Suarez (Watchmen MX)
- 3 dic 2017
- 6 Min. de lectura
Trece de agosto de dos mil dieciséis, sábado, fecha que nunca olvidaré: estaba ansiosa por llegar a casa, ver a papá, con quien no deje de hablar un solo día desde que me ausenté. Mi padre es como ningún otro, el más consentidor y cariñoso de los padres en el universo, a veces un tanto celoso, pero ya es la edad, supongo. Quería escuchar a mamá decir: -¡mi niña hermosa, mi princesa, te extrañé demasiado, mi amor!, al mismo tiempo que me estrecha entre sus brazos y resuena unos cuantos besos alrededor de mi rostro. Mamá es así, la mujer más dulce, expresiva, atenta, que conozco. Para mí, ellos son una bendición, no pude haber tenido a mejores personas como padres, que ellos. Quería ver a Robert, mi muchachito guapo, mi nalgón, conquistador y escucharlo decir: “Hello papaena, tú le peras con la papaya” (una popular frase de los minions, que lo trae vuelto loco y no deja de repetir), con ese tonito que sólo él le da, su voz gruesa y chillona a la vez, típica de una adolescente de dieciocho años. El menor de los Suárez Zentella, aunque siendo sinceros, aparenta unos veintitrés, se comporta a veces como de diez, y es la mano derecha de mi padre.
Sentir la profundidad con que me alcanza la mirada verde aceituna, escaneándome sorpresivamente de arriba abajo, para calcular cuantos kilos subí, no puede venir de nadie más que no sea mi hermana, sonriendo, a la vez que me alcanza para ayudar con las maletas; junto a ella: una muchachilla pecosa, pelirroja, sonriendo coquetamente ante las miradas, dientes de conejo, ojos color sol, mi tocaya y prima hermana, la que en pleno florecimiento de su pubertad decidió pasar una temporada con nosotros; y el abrazo acogedor de la abuela, ver a unos cuantos centímetros de proximidad como su mano derecha dibuja una cruz sobre mi frente y pecho, al tiempo que pronuncia con devoción: “que Dios te bendiga y el Espíritu Santo te ilumine, mi amor” finalizando con un beso. Ella hace esto siempre, como símbolo de amor y protección, es muy lindo.
En fin, charlar largo rato con ellos, contarles mis aventuras del viaje mientras les mostraba las fotos y pudieran percibir la emoción que sentía de estar nuevamente en casa y por supuesto, entregarles los recuerditos y demás que vine cargando de aquella estancia de verano.
Mi llegada a casa fue especial, pero no como la imaginaba. No en la casa. No en la sala. No en la habitación. No todos reunidos. No hubo sonrisas. No hubo comida de bienvenida luego de esos dos meses fuera. Ni siquiera me fue posible desempacar las maletas, no hasta después de seis meses. No había espacio para acomodar mis cosas, no había más que inmundicia, escombros, ruina.
La escena era insuperable, una imagen que inundó mi corazón, sobre todo mis ojos. Todos los recuerdos, vivencias, fotos, tantas fotos, momentos especiales y otros quizá no tantos. Las reuniones familiares, las anécdotas de mi abuela, de mi papá… toda su infancia la vivió en esa casa al igual que mis tíos, lo mismo mis hermanos y yo.
La mañana de agosto, sábado, en que estaría saliendo de San Cristóbal de las Casas, Chiapas a Tabasco, tan fresca como en invierno, desperté muy temprano de la madrugada, al parecer el sueño se había ido, era la emoción del viaje, pensaba, luego de unas horas y volteretas en la cama para conquistar el sueño nuevamente, cosa que no conseguí, decidí prender mi móvil, tenía un par de chats. “Lo perdimos todo”, me notificaba uno. Pensé que era una broma de mal gusto que me jugaba mi hermana, aun no me animaba a abrir el chat. Un mal presentimiento se apoderó de mis nervios, por lo que desperté a Jackeline, mi amiga, quién dormía hondamente a mi lado. Fue ella la que me arrebató el teléfono, mientras susurraba entre dientes, que no la dejaba dormir con mis miedos absurdos y tonterías: -Seguro que tu hermana no tiene que hacer y se está entreteniendo contigo, mensa-, exclamó.
-Fer, lo perdimos todo…
-Se nos quemó la casa
-Gracias a Dios, todos estamos bien, no te preocupes, vamos a recuperarnos…
(Leyó en voz alta Jackeline, entre pausado, angustiada, boquiabierta, alzaba la mirada buscando encontrar la mía)
Sentí como mis nervios se alocaban, un vació en el pecho, el corazón me latía diez veces más de lo normal. No me lo podía creer, me rehusaba, en ese momento me eché a llorar entre los brazos de mi amiga, mientras me consolaba y lloraba conmigo por hermandad, solidaridad, compasión y amor de amigas.
Era una gran bendición que todos estuvieran vivos, con algunas quemaduras y abolladuras, pero nada grave, nada que no tuviera solución o cura. Luego de estabilizar mis sentimientos, me comuniqué con papá, quería cerciorarme que, efectivamente, todos estaban bien, deseaba escuchar en voz de él que era cierto lo que mi hermana había dicho. No me imaginaba la escena, mi mente no concebía una imagen mental de los hechos que me contaban. “Pérdida total” es una expresión muy fuerte, sobre todo para alguien que estuvo ausente y esperaba con gran emoción llegar a su acogedor hogar.
¿Qué vamos a hacer?, ¿Dónde vamos a vivir?, revoloteaban esas preguntas en mi mente.Seguramente se venderán algunas reces para recupéranos un poco, construir de nuevo… “Los bienes son para reponer los males”, frase que escuché decir a mi madre luego de llorar largo rato, abrazadas en los asientos traseros del Centra dos mil diez, edición especial, color plata, en el que mandó a traerme mi padre de la estación de ADO, por eso de las siete u ocho de la noche en que llegué a Villahermosa, echa un manojo de nervios en cuanto vi aproximarse a Robert, con una mirada que no había visto reflejada en su rostro hasta esa noche gris y triste: recuerdo bien como nos abrazamos y no pudimos pronunciar una sola palabra sin antes soltar unas buenas lágrimas.
En cuanto llegamos a Cunduacán, mamá ya me había puesto al día, mi hermana, abuela y prima, se encontraban en casa de un tío, el hermano mayor de papá, nosotros: papá, mamá, Robert y yo nos acomodaríamos en el mismo cuarto en que ellos vivieron los primeros meses de recién casados antes de acondicionar la casa donde viviríamos solo unos años; no hubieran imaginado que un tiempo después nos cambiaríamos a vivir con la abuela, luego de que mi abuelo la hiciera viuda a sus cincuenta y dos años.
El cuarto estaba en el patio trasero de la casa, a unos cuantos metros de distancia. Afortunadamente, lograron salvarlo junto con la bodega, la cual mi madre acondicionó como cocina mientras se construiría la nueva casa.
El espacio en esa habitación es relativamente reducido, estaba acondicionado con una cama matrimonial y otra individual, un baño, aire acondicionado y una televisión; respetando las leyes de la comodidad y humanamente hablando, ahí solo caben tres personas, y no cuatro, pero como todo es posible sabiéndose acomodar, logramos organizarnos, un poco apretados, pero no por mucho tiempo, pues para variar, yo debía rentar en Villahermosa porque el tiempo en la Universidad y en el Servicio Social reducían la posibilidad de regresar a “casa” temprano y a salvo; con la delincuencia a como está, viajar no es seguro y menos en la noche. Las sardinas en latas, serían los fines de semana.
Antes de llegar a “casa” o más bien, a la habitación, pedí a mi hermano que me llevara a visitar a mi abuela, a mi hermana y mi prima. A la primera que vi fue a la abuelita, había sufrido unas quemaduras muy profundas en la espalda y hombros, incluso la cabeza estaba herida, había perdido pelo que cubría la coronilla de su cuero cabelludo, ella fue la más afectada, mi hermana tenía quemaduras más leves y la pecosa de Fer y los demás, estaban intactos.
Cuando saludé a mi padre, nos abrazamos muy fuerte y lloramos juntos, tenía un par de cervezas funcionando en el cerebro que le ayudaron a no cohibir sus sentimientos. Tu hermana casi muere ahí dentro quemada, decía con la voz quebrada, no me lo hubiera perdonado nunca. Gracias a Dios no estuviste aquí, no viviste esta pesadilla. No lo puedo creer, todo fue tan rápido. No supimos cómo pasó, al parecer un corto circuito. Hubo dos apagones en la noche, pero no le tomé importancia. ¿Cómo iba a imaginar que esto pasaría, hija?
Mi padre sí que estaba afectado, se notaba en su mirada el desconsuelo, y no por las pérdidas materiales, que como quiera se recuperan, es ese valor sentimental que vale mucho más que cualquier joya o fortuna; la casa tenía un importe cualitativo muy alto. Cada rincón tenía una anécdota, cada pared un secreto, cada mueble una historia, cada foto un recuerdo, una puerta abierta al pasado, cada libro de aquella pequeña biblioteca que mi abuelo creó, guardaban un increíble relato y una asombrosa enseñanza. Cada uno de los platos y vajillas en la alacena y vitrina, sin usar aun, retenidas para algún momento especial que se aproximara, aguardaban esperanzados servir un gran banquete. Y así puedo agregar un etcétera muy largo.
Gracias al cielo, hoy tenemos una casa que logramos inaugurar formalmente en diciembre de dos mil dieciséis. Aún le faltan muchas cosas, pero es habitable y acogedora, nunca como la otra, pero recompensa en gran medida la pérdida. Siempre en una casa van a hacer falta muchas cosas, sin embargo, ser familia es una fortuna, estar unidos, una gran bendición.
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